excerpts from
Six Fragments of Poetics
English Translation, Curtis Bauer
Fragmento—1
Cuando voy a escribir un poema, tengo muchas veces la sensación de última oportunidad. Quizá porque cada poema, o la larva de cada poema, sea la ocasión de escribir lo que en anteriores intentos no pude, lo que desaproveché, esa red cosquilleante que surge entre los dedos, con varios niveles de profundidad y parece llena de posibilidad y de presentimiento pero se queda en poco. Quizá también porque todos los poemas tienen algo de testamentario, de antesala del silencio. Porque quieren contener una combinación definitiva de palabras, quieren traspasar una zona del lenguaje en la que todo está colmado de sentido, y no decir ya más.
En La razón heroica escribió Juan Ramón Jiménez que “la transición permanente es el estado más noble del hombre”. Yo creo que la transición, además de noble, es inevitable. Estamos en transición porque nos movemos, o porque algo nos mueve, y detenerse es entonces una ilusión óptica y una ilusión histórica, con faltas de perspectiva.
Desde que era un adolescente, y creo que ese tiempo nos persigue durante toda la vida, siento fascinación por el movimiento vertiginoso de las pescaderías, por sus extremos de limpieza y de suciedad, de belleza y espanto, de sugestión marina y de presa terrestre de las lonjas de pescado. “Están vivos”, dicen quienes saben escrutando los ojos, las branquias y el color de sus escamas, constatando que la muerte no ha dejado sus señales todavía. La poesía creo que está en el todavía. El poeta trabaja, como el pescadero que limpia el pescado, contra el tiempo. Tiene en sus manos un material que es la promesa de un alimento y de una descomposición.
El primer poeta que leí en mi vida, como tantos niños españoles, fue Juan Ramón Jiménez. En el colegio nos mandaron la lectura de Platero y yo, y a través de algunos fragmentos del libro, creí recibir un sentido vibrante de la realidad y una ampliación de lo pequeño, del instante, de lo no visible en unión con lo visible. Entre sus líneas me sentía incluido porque no me obligaban a ser un titán, ni a rechazar lo ínfimo, como tantas situaciones del día a día, sino que me invitaban a mirar más alrededor y a sentir en la delicadeza una fuerza. Luego sus poemas, que busqué primero en la Segunda antología poética, se desplegaron como un universo lleno de direcciones alentadoras, de juegos de levedad musical como pequeñas cajas de resonancia y dejaron impresa su huella digital en la forma de entenderme con la vida y con la poesía.
Juan Ramón Jiménez despertó también una extrañeza dentro de mí, la poesía a la vez que me protegía de la vida, me invitaba a ella, porque elegía continuamente, como un detector, las pequeñas cosas importantes, que podían ser mínimas conexiones de los sentidos, como en el poema “El poeta a caballo”:
¡Qué tranquilidad violeta,
por el sendero, a la tarde!
A caballo va el poeta…
¡Qué tranquilidad violeta!
Cuando leí el poema todavía no había montado a caballo, pero iba los fines de semana al campo con mis padres y mis hermanos cargado con filetes empanados, fantas de naranja, galletas de canela, y al llegar me acordaba, como en un fogonazo, de los versos de Juan Ramón Jiménez, de su eco emocional y de su atmósfera de atención a las sensaciones. Yo quería ser Juan Ramón Jiménez, ese ser doliente y sensible al que los niños, en uno de los capítulos de Platero y yo , llaman loco y persiguen por una calle chillándole, pero no quería escribir sus poemas sino intentar los míos, que siempre acababan siendo imitaciones de los suyos.
Fragment—1
When I am about to write a poem I often have the feeling of a last opportunity. Maybe because each poem, or the larvae of each poem, could be the occasion to write what in previous attempts I couldn’t, what I didn’t take advantage of, that ticklish web that comes up between the fingers, with multiple levels of depth and that seems to be full of possibility and feeling, but results in little. Maybe it’s also because all poems have something testamentary, an anteroom of silence. Because they want to contain a definitive combination of words, they want to transgress a zone of language in which everything is abundant with meaning, and at this moment say nothing more.
In Heroic Reason, Juan Ramón Jiménez wrote that “the most noble state of mankind is permanent transition.” I think transition, as well as being noble, is also inevitable. We are in transition because we move, or because something moves us, and stopping is an optical illusion and a historic illusion with errors of perspective.
Ever since I was a teen, and I think this time stays with us our whole life, I have felt a fascination for the dizzying movement of fish markets, for their extremes of cleanliness and filth, their beauty and hideousness, that hint of the sea and terrestrial prey inside the fish markets. “They’re alive,” say the ones who know about these things, as they scrutinize their eyes, their gills and the color of their scales, confirming that death has not yet left its marks. I think the poetry is in the yet. The poet works, like the fishmonger who cleans the fish, against time. He has in his hands material that is the promise of both nourishment and of rot.
The first poet I ever read, like so many Spanish children, was Juan Ramón Jiménez. In grade school we had to read Platero and I, and from a few fragments of that book, I imagined I had obtained a vibrant sense of reality and an enlargement of what was small, of the instant, of the invisible married to the visible. I felt like he included me in his lines; they didn’t force me to be a giant or to reject the negligible, like so many day-to-day situations, but invited me to be more observant of what was around me, and to feel the power inside of tenderness. Then his poems, which I first searched for in his Second Poetic Anthology, opened up like a universe full of encouraging instructions, light musical games, like small music boxes that left their fingerprint on me in the form of understanding myself through life and poetry.
Juan Ramón Jiménez also awoke something strange in me: poetry not only protected me from life but invited me to join it, because it continuously selected[CB2] , like a sensor, the important little things, which could be the smallest connections of the senses, like in the poem
“Poet on the Horse”:
What violet quiet,
along the path, in the fading light!
By horse the poet rides out…
Such a violet quiet!
When I read the poem I hadn’t yet ridden a horse, but I’d go to the country with my parents and siblings most weekends loaded with breaded fillets, orange soda, cinnamon cookies, and when we’d get there I’d remember, as if in a flash, the verses of Juan Ramón Jiménez, their emotional echo and their aura of sensual attention. I wanted to be Juan Ramón Jiménez, that sensitive, suffering being who the children, in one of the sections of Platero and I, called crazy and followed through the street, shouting at him; however, I didn’t want to write his poems, but to try my own, which always ended up being exercises in imitation of his work.
Fragmento—5
Luis Cernuda escribe en Historial de un libro que “lo maravilloso de la poesía es la posibilidad inagotable que hay en ella”. Es una frase que viniendo de un poeta tan concentrado en su mundo como Cernuda, tan poco amigo del juego verbal y de la experimentación, resulta clarificadora. Porque nos informa sobre un proceso, el de contar con la poesía como un mundo ilimitado cuyas limitaciones las imponen las capacidades del poeta, la imaginación, las necesidades expresivas del poeta y no un prejuicio externo. Miguel de Unamuno escribió también, con cacofonía inteligente, que “todo verdadero poeta es un hereje, y el hereje es el que se atiene a postceptos y no a preceptos, a resultados y no a premisas, a creaciones, o sea poemas, y no a decretos, o sea dogmas”.
En la poesía española circularon durante los años ochenta y noventa consignas de escuela, agrupadas en torno a una poesía de corte realista y otra de corte metafísico, que creo que hicieron su función, porque contribuyeron a afirmar la personalidad de algunos poetas, a definir su espacio estético, pero que resultan inservibles más allá de ellos. Esta era la sensación que yo tenía mientras escribía e ideaba los poemas de Septiembre. Sentía admiración por algunos poetas del momento, que se filtra en algunos versos del libro, pero veía también que mi manera de entender la poesía no coincidía con la de ninguno de los grupos enfrentados. O al menos no coincidía en el conjunto de sus ideas, como tampoco en la lista de poetas que sí y de poetas que no esgrimida por cada uno.
Una idea de Gabriel Ferrater, la de que el poema debe tener el mismo sentido común que una carta comercial, que resultaba operativa en algunos poetas, entre ellos el propio Ferrater, en mí sin embargo provocaba esterilidad. Mi idea de lo que puede ser un poema no era capaz de superar la comparación con la carta comercial. El protopoema se secaba antes de llegar a poema.
Una reflexión de Jose Ángel Valente, la de que “toda operación poética consiste, a sabiendas o no, en un esfuerzo por perforar el túnel infinito de las rememoraciones para arrastrarlas desde o hacia el origen” me paralizaba, creando en mi imaginación una barrera de responsabilidad que no podía vencer.
Los debates sobre la claridad y la oscuridad, que por otra parte han atravesado la historia de la poesía española como una raspa, no era capaz de asumirlos en ningún sentido porque la claridad y la oscuridad, así como objetivos generales, no formaban parte de mis preocupaciones primeras. Era cada poema el que fundaba su espacio de luces y de sombras.
La lectura de los poemas de Ungaretti, y de sus ensayos y declaraciones sobre la naturaleza de la poesía, me sirvieron para observar con una cierta perspectiva este cruce de consignas, para intentar construirme un diálogo con las distintas formas de entender la poesía y, sobre todo, para formular mis propias preguntas en torno a ella. La concepción que Ungaretti tuvo de su obra como la de alguien que ha reflexionado sobre la retórica poética en profundidad, pero cuya preocupación mayor era encontrar un modo de expresión que se correspondiera íntegramente con su vida de hombre, que es lo que dice en el arranque de Ragioni di una poesia, me sirvió para entender que la tarea es solitaria y debe ir, como también dijo Ungaretti, a reafirmar “la integridad, la autonomía y la dignidad de la persona”.
Fragment—5
Luis Cernuda writes in The History of a Book that “what’s marvelous about poetry is the inexhaustible possibility that exists in it.” This statement, coming from a poet as concentrated on his own world as Cernuda, so uncomfortable with verbal play and experimentation, seems illuminating. Because he informs us about one process, that of seeing poetry as an unlimited world with limits imposed upon it by the skills of the poet, his imagination, his expressive necessities and not any external prejudice. Miguel Unamuno also wrote, with intelligent cacophony that “all true poets are heretics, and the heretic is one who abides by postcepts and not precepts, to results and not premises, to creations, meaning poems, and not decrees, meaning dogmas.”
During the 80s and 90s certain schools of Spanish poetry circulated slogans, one was assembled around a poetry in the realist style and another around the metaphysical style, which I think served their function, because they contributed to the affirmation of the personality of a few poets and to define their aesthetic space, but seem to be of little service to anyone else. That was the sensation I had while I wrote and thought about the poems in my book September. I admired some poets of the time, which comes through in some of the verses in the book, but I also saw that my way of understanding poetry didn’t coincide with either of the opposing groups. Or at least I did not coincide with the set of their ideas, nor was I on the list of poets who were and were not bandied about by either one.
One of Gabriel Ferrater’s ideas, that a poem should have the same common sense as a business letter, worked for some poets, among them Ferrater himself, but for me seemed sterile. My idea of what a poem could be wasn’t able to get past the comparison with a business letter. The protopoem dried up before even having a chance to become a poem.
A reflection of José Ángel Valente, that “all poetic acts consist, consciously or not, in an effort to perforate the infinite tunnel of remembrances, to drag them from or toward their origin,” paralyzed me, creating in my imagination a barrier of responsibility I couldn’t overcome.
I was unable in any way to assimilate the debates about clarity and obscurity, which in another sense have spanned the history of Spanish poetry like a reproach, because clarity and obscurity, as general objectives, formed no part of my early concerns. It was each poem that created its space of light and shadows.
The reading of Ungaretti’s poems and his essays and declarations about the nature of poetry helped me observe with a certain perspective this intersection of slogans in order to construct for myself a dialogue with different ways of understanding poetry, and most of all, to formulate my own questions around it. Ungaretti’s conception of his own work as that of someone who has reflected deeply on poetic rhetoric, but whose major concern was to find a mode of expression that would correspond entirely with his life as a man, which is what he says at the beginning of Ragioni di una poesia, helped me understand that the task is solitary and must work, as Ungaretti also said to reaffirm, “the integrity, autonomy and dignity of the individual.”
Fragmento—6
En uno de los poemas de mi libro Querido silencio, “Dejar la poesía”, enumeré motivos posibles para el silencio definitivo, el silencio de no escribir. Mientras lo escribía me iba dando cuenta de que todos esos motivos eran reversibles y que también podían servir para no dejar la poesía. Por otro lado, me atrajo la contradicción que supone tratar el tema de dejar la poesía precisamente escribiendo un poema.
El silencio obra, con respecto a la poesía, como una provocación. Escribir es seguir el impulso de esa provocación, de modo que el silencio, en cierto sentido, ocasiona el poema. El poeta, con respecto a él, se comporta como alguien que pega la oreja a sus tejidos e intenta adivinar qué se cuece al otro lado. El poeta es un oyente.
Fragment—6
In one of the poems in my book Dear Silence, “Leave Poetry,” I listed possible motives for definitive silence, the silence of not writing. While I was writing it I began to realize that all of these reasons were reversible and that they could also serve as reasons not to give up writing poetry. On the other hand, I was attracted by the contradiction involved in addressing the topic of abandoning poetry precisely by writing a poem.
Silence works, with regard to poetry, like a provocation. To write is to follow the impulse of that provocation, so that silence, in a certain sense, causes the poem. And the poet, with respect to silence, behaves like someone pressing his ear to its tissues, trying to guess what is happening on the other side. The poet is a listener.